La investigación parte de la premisa de que los seres humanos compartimos una tendencia a la normatividad y que esa tendencia encuentra sus bases en nuestra historia evolutiva como especie altamente social y con capacidades cognitivas avanzadas. Nos enfocamos en las normas morales en tanto son concebidas como especialmente importantes y problemáticas. El acercamiento a la normatividad moral se da en términos descriptivos, naturalistas y funcionalistas. La percepción común sobre la culpa es que ésta cumple una función de control social. De ahí que con frecuencia se le clasifique como una “emoción social”. Sin embargo, al igual que otras emociones, la culpa presenta distintos patrones o grupos de propiedades en los que tienen lugar procesos cognitivos, fisiológicos y conductuales que contribuyen a caracterizarla como una emoción predominantemente moral de consecuencias más complejas. La culpa opera, principalmente, bajo tres criterios 1) el carácter contranormativo, es decir, se deriva del incumplimiento, la violación o transgresión de una norma, 2) el carácter consecuencialista, esto es, reconocimiento de algún tipo de daño, directa o indirectamente, voluntaria o incidentalmente, a otro y, 3) el carácter restaurativo, la culpa activa la disposición de resarcir el daño y la conducta prosocial. De este modo, consideramos que la culpa, en tanto emoción moral, puede contribuir a mantener el equilibrio de bienestar en dos dimensiones. Por un lado, en un nivel individual en tanto que regula el sentimiento homeostático en escenarios de transgresión y , por el otro, contribuye a resarcir el daño producido a la comunidad y refuerza la importancia de las normas morales, que se dirigen al bienestar común en su sentido más básico.